No es porque nos guste espiar a los vecinos; no, ni eso ni nada parecido. Pero a las ocho están en la cocina, frente a esta ventana que da a otras ventanas, y los vemos. Comida no nos falta y a esa hora sacamos las bandejas del congelador, ordenadas de a dos y para cada día.
En el verano eran solo siluetas,
pero ahora es muy fácil seguirlos y (¡que no lo sepa nadie!) los seguimos. Uno
de ellos se agacha y corta algo, seguramente verduras por lo que se demora. El
otro toma un trozo de carne y pasa toda la primera copa de espumante aliñándola
con lo que saca de unos frascos alineados. Se miran y se ríen; se miran y se
ríen noche a noche, como si el miedo no anduviera rondando todavía. Cuando
terminan, dejan la luz prendida, en una película al revés en que no hay negro
entre una escena y otra.
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