Papá
y mamá dicen que cambiaron la hora y por eso está de noche cuando me despiertan
para ir a la escuela. Es cierto: está de
noche pero no como en las noches de verdad, cuando espero a que estén todos
durmiendo para ir al cajón donde esconden los dulces; de noche, como cuando llueve
tanto que no me levanto ni siquiera para eso.
En la mañana, mamá se para en la puerta y nos grita
como nunca, pero Elena y Gabriel y hasta yo nos quedamos sin movernos, escondidos
en las sábanas, solo con ganas de seguir durmiendo porque nadie puede
despertarse cuando está tan oscuro, y mamá tiene que quitarnos las mantas y decir
que ya está lista la leche como esa vez que salimos de viaje muy temprano, pero
con tantas ganas de partir que no importaba.
El
desayuno a esa hora no tiene gusto a nada y en la clase de gimnasia, que sigue
siendo la primera, no nos dan ganas de movernos y don Carlos ya no nos saca a
correr al patio, no sé por qué, quizá por miedo a que nos tropecemos.
Yo
sigo preguntándome cómo puede cambiar la hora, cuando todos, menos los niños de
la escuela, la llevan en la mano como antes.
Por eso le pregunté a don Néstor, el que abre la puerta y nos saluda, y
él me dijo que la hora es algo que no cambia, que los jefes son los que la
mueven y puso la misma cara de asco que pone siempre cuando dice esa palabra.
“La
hora, hijo, sigue siempre donde mismo”, dijo después y me mostró las nubes que
empezaban a verse. “No te preocupes, que ahí no cambia nada”.
Desde
entonces, me da lo mismo que sea noche o no y mamá ya no tiene que sacarme las mantas
para que me levante. No me da rabia y tampoco me da miedo, porque sé que no va
a seguir siempre así, como dice don Néstor, y un día cualquiera después de las
vacaciones o quizá otro, vamos a despertar con el cielo bien claro y me voy a
pelear de nuevo con Gabriel por ser el primero de los tres que corre hasta la
ducha.
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