lunes, 20 de julio de 2015


Papá y mamá dicen que cambiaron la hora y por eso está de noche cuando me despiertan para ir a la escuela.  Es cierto: está de noche pero no como en las noches de verdad, cuando espero a que estén todos durmiendo para ir al cajón donde esconden los dulces; de noche, como cuando llueve tanto que no me levanto ni siquiera para eso.
En la mañana, mamá se para en la puerta y nos grita como nunca, pero Elena y Gabriel y hasta yo nos quedamos sin movernos, escondidos en las sábanas, solo con ganas de seguir durmiendo porque nadie puede despertarse cuando está tan oscuro, y mamá tiene que quitarnos las mantas y decir que ya está lista la leche como esa vez que salimos de viaje muy temprano, pero con tantas ganas de partir que no importaba.
El desayuno a esa hora no tiene gusto a nada y en la clase de gimnasia, que sigue siendo la primera, no nos dan ganas de movernos y don Carlos ya no nos saca a correr al patio, no sé por qué, quizá por miedo a que nos tropecemos.
Yo sigo preguntándome cómo puede cambiar la hora, cuando todos, menos los niños de la escuela, la llevan en la mano como antes.  Por eso le pregunté a don Néstor, el que abre la puerta y nos saluda, y él me dijo que la hora es algo que no cambia, que los jefes son los que la mueven y puso la misma cara de asco que pone siempre cuando dice esa palabra.
“La hora, hijo, sigue siempre donde mismo”, dijo después y me mostró las nubes que empezaban a verse. “No te preocupes, que ahí no cambia nada”.

Desde entonces, me da lo mismo que sea noche o no y mamá ya no tiene que sacarme las mantas para que me levante. No me da rabia y tampoco me da miedo, porque sé que no va a seguir siempre así, como dice don Néstor, y un día cualquiera después de las vacaciones o quizá otro, vamos a despertar con el cielo bien claro y me voy a pelear de nuevo con Gabriel por ser el primero de los tres que corre hasta la ducha.