sábado, 22 de junio de 2013

Alegrías de una enfermedad desconocida

Mucho antes de que se empezara a hablar de males parecidos con cierta precisión, la observaron durante años en su fascinación por las uvas más pequeñas y rosadas, el viento repetido por los álamos, los cerezas en su corta temporada y muchas otras cosas, sobre todo los gatos erizados o dormidos por horas como en una gran siesta que quizá no era más que una forma gatuna de celebrar las uvas.  La observaron primero con curiosidad, luego con atención y recién entonces con cierto afán científico; primero los sobrinos,  luego los dos médicos del pueblo y, por último, los del principal hospital de la provincia. 

Carmela, nacida por allá por los treinta, vivió su adolescencia en una casa alargada y con tres patios, muralla de adobe pegada a la vereda, primos, hermanos y tíos que llegaban a almorzar como si esa casa de cuartos interminables fuera también su casa. Desde entonces, tenía la costumbre de quedarse mirando por horas la glorieta del centro y los pájaros que llegaban a bañarse por apenas segundos y que se sacudían antes de lanzarse de nuevo a las cornisas.  Y nunca dijo nada para explicar su estado.

Aunque los médicos y hasta los especialistas venidos de otras provincias para estudiar el caso nunca tuvieron en cuenta esos motivos, Carmela creció, como todos sus hermanos, sus primos y hasta los amigos de los primos que nunca dejaron de llegar a la hora de los pasteles, creció, ella, Carmela, observando caracoles y una que otra mariposa en diciembre y enero. 

Por eso, poco después de llegar a los setenta, los más jóvenes empezaron a preocuparse de que la tía Carme se quedara embobada mirando, como nadie y nunca había sido capaz de quedarse mirando, por horas y casi sin parpadear, los gusanos entreverados con las plantas.  

Los primeros médicos que dieron opiniones contundentes no dudaron en comparar su estado con una etapa avanzada de Alzheimer, aunque intrigados por su aparición tan prematura, y varios tomaron nota del fenómeno con la esperanza de poder compartirlo en algunos simposios.  Otros dictaminaron, sin mucho estudio previo, que se trataba de un evidente trastorno psicológico.  El cura prefirió no decir nada porque, desde sus primeras manifestaciones, siempre había admirado la capacidad de Carmela de contemplar absorta las obras del Señor.

Poco antes de celebrarle su último cumpleaños, a pocos meses de que cumpliera ochenta y cinco, los sobrinos más cercanos intentaron de nuevo dar con una respuesta corta y fácil.  Para entonces, los médicos del pueblo y muchos otros ya enterados del caso por artículos leídos en revistas especializadas, se dejaron caer con variadas teorías, unas contradictorias, otras sueltas.  


En el entierro, ni los primos cercanos que quedaban ni dos sobrinos nietos venidos de Europa se atrevieron a decir nada nuevo por miedo a perturbar tanto recuerdo.  El cura venido de la capital, porque la iglesia del pueblo ya llevaba años cerrada por falta de feligreses, se atrevió a definirla como santa.  Su amiga Leontina, que no tenía edad ya para entonces, recordó su sonrisa, su alegría ante cada criatura que pasaba aleteando por su patio.  Un grupo de escolares cantó unas coplas compuestas por el profesor de música, en las que se coreaba su silencio.  Los pocos que se acercaron al féretro antes de despedirla dijeron que Carmela sonreía.  

viernes, 7 de junio de 2013


Normal, acabo de enterarme,
es un pueblo de Illinois
con página en la web
y con alcalde.