Una santiaguina muy distraída se encontró al salir de una
reunión que su auto se había quedado sin batería. Distraída y bastante ingenua
que era, decidió caminar hasta la siguiente avenida, donde seguramente, se dijo, iba a
encontrar un taxi. Eran las nueve y
media de un lunes en la noche, casi las diez, y todos los pocos taxis que
apenas se veían pasaban indiferentes y más bien ocupados. Siguió caminando, ahora con la esperanza de
encontrar un restaurante abierto donde le permitieran, primero pasar al baño y
luego llamar a un taxi de una empresa más o menos conocida.
Después del primer chino, que no tenía ni siquiera baño como
era fácil comprobar desde la puerta, podría haber seguido caminando diez,
veinte y hasta muchas más cuadras sin encontrar lo que quería. Pero no: en la esquina siguiente y con las luces prendidas estaba el restaurante que había visto en penumbra
muchas veces al pasar por ahí los lunes y los jueves.
La dueña la hizo entrar, y cuando digo “entrar” digo hasta el baño, y se ocupó de llamar
a una empresa de taxis. El dueño le ofreció una copa de vino, le sumó algo para acompañarla y se
quedó conversándole hasta que vinieron a buscarla.
A la hora de partir, esta nuestra distraída santiaguina pagó
el consumo, poco; pidió una tarjeta de la casa para hacerle propaganda y se
despidió de todos los compañeros de barra que, milagro de milagros en esta
ciudad tantas veces cerrada y mojigata, se despidieron de ella como nuevos
amigos.