jueves, 30 de mayo de 2013

Una santiaguina muy distraída se encontró al salir de una reunión que su auto se había quedado sin batería. Distraída y bastante ingenua que era, decidió caminar hasta la siguiente avenida, donde seguramente, se dijo, iba a encontrar un taxi.  Eran las nueve y media de un lunes en la noche, casi las diez, y todos los pocos taxis que apenas se veían pasaban indiferentes y más bien ocupados.  Siguió caminando, ahora con la esperanza de encontrar un restaurante abierto donde le permitieran, primero pasar al baño y luego llamar a un taxi de una empresa más o menos conocida.

Después del primer chino, que no tenía ni siquiera baño como era fácil comprobar desde la puerta, podría haber seguido caminando diez, veinte y hasta muchas más cuadras sin encontrar lo que quería.  Pero no: en la esquina siguiente y con las luces prendidas estaba el restaurante que había visto en penumbra muchas veces al pasar por ahí los lunes y los jueves.

La dueña la hizo entrar, y cuando digo “entrar” digo hasta el baño, y se ocupó de llamar a una empresa de taxis.  El dueño le ofreció una copa de vino, le sumó algo para acompañarla y se quedó conversándole hasta que vinieron a buscarla.


A la hora de partir, esta nuestra distraída santiaguina pagó el consumo, poco; pidió una tarjeta de la casa para hacerle propaganda y se despidió de todos los compañeros de barra que, milagro de milagros en esta ciudad tantas veces cerrada y mojigata, se despidieron de ella como nuevos amigos.  

sábado, 4 de mayo de 2013

jueves, 2 de mayo de 2013


Poco después de levantarse se dio cuenta que ese día iba a llover, por fin iba a llover.  Se notaba en el aire, en el silencio de los pájaros.  Ese día iba a llover y entonces no importaba que estuviera tan oscuro, que hiciera un frío tibio y detenido.

Siguió sintiendo lo mismo hasta mediodía, hasta las tres y las cuatro de la tarde.  Cuando dieron las cinco, se dio cuenta que ya no llovería.  El frío se le hizo insoportable; la oscuridad, espesa; el día, interminable.