jueves, 19 de octubre de 2017


Desde que instalaron la grúa y durante once meses, hasta que terminaron el monstruo de la esquina, Romina y yo jugamos todos los días al juego del silencio. Incluso en las noches, cuando parecía haber un ruido como un ripio que seguía moviéndose; incluso los domingos, cuando solo quedaba el cuidador y nada se movía.
Romina siempre se apuntaba los mejores silencios, los que quedaban entre un escarbe y otro de la retroexcavadora, entre los martillazos después, entre un camión y otro lleno de materiales. Cuando los encontraba, nos quedábamos quietos aunque fuera un segundo, felices de escuchar cómo se detenía el aire, sin respirar, atentos. Yo, en cambio, era el mejor de los dos cuando se trataba de escuchar a los pájaros. A la hora del almuerzo, cuando todas las máquinas se apagaban, o a veces hasta en medio del ruido, yo era el que avisaba que se venía un trino.
En octubre, cuando ya reconocíamos de memoria todas esas calmas, Romina empezó a oler algo muy parecido a esos silencios que oímos venir desde su patio. Pueden haber sido las plantas del vecino, que recortaba todas las semanas para que nadie las viera asomarse por la reja. El liquidámbar de la casa de la esquina, el jazmín que no dejaba de crecer todo el invierno. Algo era y distinto.
Nadie nos creía; por supuesto que nadie nos creía. Ni mis hermanos ni los amigos de Romina. Pero no nos importaba, porque estábamos solos y contentos. A veces, una cursilería, nos quedábamos con los ojos llenos de lágrimas como dicen en los libros. Como Michu, el gato de Romina que apenas levanta una oreja si un hay pájaro cerca.
Cuando terminaron la construcción, seguimos juntándonos en la tarde a buscar los vacíos que nos dejaba el barrio. Ese verano los llamamos resquicios, una palabra que habíamos aprendido hacía poco en el colegio. Resquicios. O rincones, como decía ella mientras yo la miraba.