domingo, 12 de abril de 2015

Antonio supo inmediatamente que la guerra había terminado. No se lo dijeron ni sus padres ni sus abuelos, que antes la comentaban a toda hora; tampoco la señora de falda larga que venía a cocinarles ni los niños con que jugaba en las tardes, a veces a pelear contra los enemigos que imaginaban gritones y egoístas, ladrones de todos los juguetes que perdían. 
Lo supo después de atravesar el patio de la escuela, ese patio gris y silencioso en el que se escondía al lado de una estatua cuando el día era tan triste que se arrancaba de la clase dando cualquier motivo. En la otra punta estaba el director, conversando sonriente con los hermanos mayores de sus compañeros. 

El viejo que vendía pasteles a la salida se había quitado el sombrero con que antes se tapaba la mitad de la cara. Hoy no cobraba y, después de recorrer la bandeja con unas manos gruesas como las de la cocinera, eligió para Antonio un bizcocho con crema de vainilla, el que más le gustaba.

Soñó toda la noche con que estaba despierta. Cuando miró el reloj poco antes de las nueve, vio que el vaso de agua estaba lleno y que las sábanas seguían estiradas, como después de un sueño quieto. 

Llevaba varios meses en una adolescencia sin futuro; un paréntesis que la dejaba inmóvil mirando la pantalla, ordenando cajones, bostezando.

No se miraba al espejo como los adolescentes, no se inventaba peinados.  Solo se preguntaba qué haría cuando volviera a tener ganas de hacer algo.