Antonio
supo inmediatamente que la guerra había terminado. No se lo dijeron ni sus
padres ni sus abuelos, que antes la comentaban a toda hora; tampoco la señora de
falda larga que venía a cocinarles ni los niños con que jugaba en las tardes, a
veces a pelear contra los enemigos que imaginaban gritones y egoístas, ladrones
de todos los juguetes que perdían.
Lo
supo después de atravesar el patio de la escuela, ese patio gris y silencioso
en el que se escondía al lado de una estatua cuando el día era tan triste que
se arrancaba de la clase dando cualquier motivo. En la otra punta estaba el
director, conversando sonriente con los hermanos mayores de sus
compañeros.
El
viejo que vendía pasteles a la salida se había quitado el sombrero con que
antes se tapaba la mitad de la cara. Hoy no cobraba y, después de recorrer la
bandeja con unas manos gruesas como las de la cocinera, eligió para Antonio un
bizcocho con crema de vainilla, el que más le gustaba.