lunes, 16 de julio de 2012
Pampa Unión
Llevaba siete días recorriendo la pampa, siete días cansados
y cansadores con noches frías que no había imaginado nunca en ese norte. Había partido una vez más con la mochila
cargada, mapas, el saco de dormir y las ganas de siempre de encontrar el
silencio. En las mañanas salía a la
carretera y me dejaba llevar por un camionero, fuera donde fuera con tal de
hablar un poco, pero apenas empezaba a bajar un poco el sol me alejaba a los
cerros y hacía campamento. No voy a
hablar de las noches, porque no hay cómo describirlas; solo puedo decir que mis
mejores horas las pasaba solo con el viento.
Fue ese séptimo día, cuando un camión de tres ejes me dejó
frente a una antigua salitrera, más olvidada que todas las demás, que no
figuraba en ningún mapa y de la que solo podía adivinar el nombre. Según las guías de viaje, la salitrera habría
funcionado a rastras hasta el 52 y sus habitantes se habían dispersado como
tantos. Detrás de una muralla, la
primera y menos derrumbada, un sillón gris y apenas desgastado, posiblemente
muy pesado o muy inútil para que nadie quisiera llevárselo. Un sillón y nada más entre los muros sin una
viga ya, sin un resto de brasero, sin muñecos reventados entre las piedras, sin
un jirón de nada.
No me atreví a sentarme, a pesar de llevar días recostándome
en piedras o en la arena. El sillón podía estar lleno de piojos o recuerdos;
era demasiado pequeño para dormir en él y demasiado antiguo para confiarle un
sueño. Un espejismo de cuadros grises en
medio de la pampa, un guiño en el desierto con el tapiz intacto.
Cuando empezó a oscurecer, puse el saco de dormir al lado
del sillón, me hice un buen mate con el que le hice un brindis y un par de
horas más tarde me dormí nuevamente sobre la tierra de la pampa.
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