17.10.2010
Por su afición a las categorías, Borges habría dicho que hay tres grados posibles de unión entre los seres humanos: la amistad, el amor y la complicidad. De esas tres, la complicidad es la mejor de todas por lo mucho que encierra de celebración, de rebote y de juego.
Hay malos amores que se justifican casi solamente por la complicidad. Basta pensar en Sartre y Simone de Beauvoir, Virginia y Leonard Woolf probablemente y hasta en el caso de una pareja de vecinos que se toman de la mano para salir a recorrer el barrio y en los que no se advierte ni el menor signo de pasión.
Pocas iglesias se han acordado de la complicidad en sus llamados al matrimonio eterno, salvo quizá el judaísmo, que invita a los esposos a reencontrarse una vez al mes y gozar del reencuentro como después de un ayuno, aunque él no le hable ya de dios y ella tenga el doble de caderas que al comienzo.
Es que también, de todas las formas de unión que pueden darse, la complicidad es la única no puede desarrollarse con disciplina ni cultivarse con ganas. Pariente de la gracia, solo es posible conocerla cuando estalla.
Hay amores sin complicidad que pueden durar buenamente y sin vaivenes durante muchos años. Hay amistades sin amor que son de ida al cine los domingos de tarde, incluso los de lluvia. Hay palillos y plazas mejores que cualquier soledad cuando no hay otra cosa.
El poeta polaco Vladimir Droyeski decía que la complicidad “Era un juego, una risa y un silencio”. En cambio, el pensador argentino José Eduardo Retamozo asegura que “La complicidad es una hipocresía de la que el espejo es la mejor imagen”.
Como probablemente supieron los filósofos griegos, la complicidad se embarca y se zambulle, se goza y se entremezcla.
Yo me quedo con Borges, por el juego.
viernes, 19 de noviembre de 2010
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