La tradición judía habla de los sabios ocultos, que han de ser 36 en toda época y período, que probablemente ni siquiera sepan que lo son y que no se conocen entre ellos.
De esos sabios, humildes por no saber que lo son, que es la mejor manera de ser sabio, por lo menos uno, como lo sostiene la tradición contemporánea y del exilio, ha de ser un jubilado de esas múltiples ocupaciones que mantuvieron a un Juan Rulfo y a un T.S. Elliot ganándose el pan detrás de un escritorio, sufriendo por hacerlo y sin dejar nunca de escribir por no concebir el mundo sin palabras.
Se dice, y en eso discrepan tanto las fuentes como quienes las citan, que uno de ellos es un jubilado de los tiempos actuales que se pasea por las calles con una sonrisa que sólo puede provenir de saber que ha cumplido su tiempo de condena y que ahora puede dedicarse sin ni un poco de culpa a ocupaciones varias, entre las que destaca el sonreír a desconocidos que no sabrán nunca el origen de su sonrisa pero que se irán a su vez por las calles sonriéndoles a muchos a su vez desconocidos, iluminando el transporte público con un despliegue de gratuidad infantil que luego tratarán de reproducir en “Facebook” con mejores o peores resultados.
El sabio juntará latas que no le pertenecen y que nunca ha vaciado, con el único ánimo de luego reciclarlas.
El sabio se sentará en las plazas, no a darles de comer a las palomas como en la imagen típica, sino a conversar con los policías o barrenderos de turno, que en los mejores países celebran las pausas en su trabajo con un café de grano y una grasosa medialuna.
El sabio acudirá cuando pueda a algún acto público, con el único afán de retirarse antes de que termine. Se irá del cine cuando la película le parezca un adefesio, alentando a los que no se atreven con un gesto parecido a desafiar las críticas y devolver el boleto comprado con descuento para mayores de sesenta.
El sabio, este sabio del que no habla la tradición más ortodoxa, se detendrá delante de los árboles amarillos de otoño. Pondrá pausa donde los otros ponen prisa. Se moverá despacio entremedio de todas las bocinas.
Y se irá por las calles sin saber que lo es; por eso, porque es sabio.
sábado, 28 de agosto de 2010
jueves, 26 de agosto de 2010
"El secreto de sus ojos"
En el exacto medio de "El secreto de sus ojos" hay una escena en la que el borrachín de la película lleva al protagonista a un bar del barrio del juzgado en el que trabajan para demostrarle que el presunto asesino es un hincha absoluto de Racing. Antes de revelárselo, le dice que él tiene una pasión, que es el alcohol; que el protagonista mismo tiene una pasión, compuesta por partes iguales por el afán de encontrar la verdad y su amor por la abogada que dirige la unidad; y que el pobre y despreciable desgraciado que viola y mata a una mujer en la primera escena de la película también tiene una pasión. "Porque hay algo", le dice, "que es más fuerte que cualquier cosa, que es más fuerte que dios".
"El secreto de sus ojos" es una película sobre las pasiones calladas y confesas, sobre la pasión que se persigue y la pasión que se oculta. El protagonista es un apasionado que no termina de asumirse como tal hasta las últimas escenas. La mujer que lo fascina en una apasionada envuelta en traje de abogada perfecta. El secretario borracho es un apasionado confeso del alcohol. El marido de la víctima es un apasionado eterno de su mujer.
Darín se apasiona con rictus de tristeza y seriedad. La abogada, con una sonrisa constante y burlona. Pablo, el borrachín, con absoluta soltura y aceptación.
Es cierto que la película también habla de la triple y nefasta A de los años setenta en Argentina, de la inmunidad de sus defensores, de esos tristes tiempos en que la justicia no tenía ninguna esperanza. Pero la escena en que Pablo defiende la pasión, todas las pasiones y sus formas, es una de las mejores que recuerdo de la historia del cine.
No sé si el director y el guionista hayan querido que fuera así. No me importa. Sólo quisiera poder ver, una y otra vez, la escena en la que Pablo defiende las pasiones más allá de los dioses. Y esa última escena, en que se confirma que es así y no hay nada, ni el tedio, ni la desesperanza, ni el miedo, que pueda superarla.
"El secreto de sus ojos" es una película sobre las pasiones calladas y confesas, sobre la pasión que se persigue y la pasión que se oculta. El protagonista es un apasionado que no termina de asumirse como tal hasta las últimas escenas. La mujer que lo fascina en una apasionada envuelta en traje de abogada perfecta. El secretario borracho es un apasionado confeso del alcohol. El marido de la víctima es un apasionado eterno de su mujer.
Darín se apasiona con rictus de tristeza y seriedad. La abogada, con una sonrisa constante y burlona. Pablo, el borrachín, con absoluta soltura y aceptación.
Es cierto que la película también habla de la triple y nefasta A de los años setenta en Argentina, de la inmunidad de sus defensores, de esos tristes tiempos en que la justicia no tenía ninguna esperanza. Pero la escena en que Pablo defiende la pasión, todas las pasiones y sus formas, es una de las mejores que recuerdo de la historia del cine.
No sé si el director y el guionista hayan querido que fuera así. No me importa. Sólo quisiera poder ver, una y otra vez, la escena en la que Pablo defiende las pasiones más allá de los dioses. Y esa última escena, en que se confirma que es así y no hay nada, ni el tedio, ni la desesperanza, ni el miedo, que pueda superarla.
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